sábado, 25 de setembro de 2010

EN LA MENTE DEL TERRORISTA.

¿Conocemos el ambiente y los pensamientos que rodean a un terrorista suicida? ¿Existen organizaciones rígidas capaces de lavar el cerebro a sus miembros para que se inmolen? ¿Qué se puede hacer para desactivar futuras redes ‘yihadistas’? Scott Atran, prestigioso antropólogo del Centro Nacional de Investigación Científica de París, ha realizado un minucioso estudio que defiende sorprendentes hallazgos sobre las razones por las que mueren y matan.




Nabeel Masood era un muchacho tímido y amable de 18 años, según el vecindario, que vivía en el campo de refugiados de Jabaliyah, en Gaza. A pesar de la muerte de dos de sus primos, militantes de Hamás, no se le recordaba una sola queja clamando venganza. El 14 de marzo de 2004, a las cinco de la tarde, Nabeel dio un paseo por el puerto de la ciudad israelí de Ashdod con un amigo y se inmoló al lado de una caseta donde estaban sentados algunos trabajadores. Segundos después, su compañero explotó cerca de un tráiler, cuyo techo saltó por los aires. Diez personas murieron al instante.

El padre de un terrorista: “Mi hijo no solo murió por una causa. Murió por la gente que amaba”
Noam Chomsky: “Los terroristas atacan a los que consideran la fuente de sus agravios”
Los ídolos de los chavales son muy cambiantes y pueden decantarse por unos u otros
Estudios afirman que los pobres no alientan la violencia, y mucho menos el terrorismo suicida
“El conocimiento, no las armas y las bombas, será más efectivo contra las redes yihadistas”
Las investigaciones posteriores descubrieron que Nabeel y Mahmoud Salem habían sido reclutados por Hamás para cometer una masacre mucho mayor que finalmente no ocurrió. Debían inmolarse cerca de unos enormes tanques de bromo. Los gases venenosos se habrían extendido en un radio de un kilómetro y medio, matando a miles de personas en minutos. La respuesta israelí fue fulminante. Poco más de dos semanas después, un misil acabó con el fundador espiritual de Hamás, Sheikh Ahmed Yassin.

En otoño de ese año, Scott Atran, un antropólogo del Centro Nacional de Investigación Científica en París, visitó la casa de los padres de Nabeel, en un segundo piso de un callejón en Jabaliyah. Se habían llevado todas las pertenencias de su antigua casa, destruida de acuerdo con la política de Israel. Pero al traspasar la puerta, Atran encontró a la madre leyendo una carta escrita en inglés y ahogando algunos sollozos. Su remitente era el director del colegio de Nabeel. Se refería a los progresos de su hijo en inglés en el grado 11, donde había aprobado todos los exámenes con éxito, en estos términos: “… Su hijo era el primero de la clase. No solo se diferenciaba por estudiar duro, por compartir y ser cariñoso, sino por su buena moral y amabilidad”. Agradecía de corazón a todos aquellos que habían contribuido a forjar el carácter de un chico –al que llamaba “mártir”– que había ganado una beca para estudiar en el Reino Unido, de la cual se enorgullecía.

Atran preguntó al padre si la muerte de su hijo había contribuido a mejorar la vida de los palestinos. “No. Esto no nos ha hecho avanzar ni un paso”. ¿Se sentía orgulloso, después de todo? El hombre le enseñó un panfleto impreso por la brigada de los Mártires de Al Aqsa donde aparecía una imagen de su hijo –cejas y tez oscura, un ligero vello encima de los labios, un joven palestino como cualquier otro– y le apretó las manos junto con el papel. Podía quemarlo si era su deseo. “Mi hijo amaba la vida. ¿Vale esto un hijo?”. Confesó que habría hecho todo lo posible para detenerle de averiguar sus intenciones.

La cobertura periodística internacional de los atentados suicidas llevados a cabo por palestinos suele centrarse más en los perpetradores que en las víctimas civiles. Pero después de conocer la historia de Nabeel resulta sobrecogedor contemplar las fotos de sus víctimas en una pantalla de ordenador y echar un vistazo a sus vidas. Mazal Marciano era una joven atractiva y sonriente de 30 años, ojos negros y pelo castaño, volcada con sus hijos de dos y cinco años, que había sido una reina de la belleza en su clase y que trabajaba en una compañía cárnica en el puerto de Ashdod. Aquel día tuvo la fatalidad de sentarse justo detrás de donde Nabeel o su compañero se inmolaron. La pregunta es casi un puñetazo: ¿qué impulsó a un joven educado y brillante, cuyo esfuerzo le había abierto una puerta para estudiar en el extranjero y salir de un hogar sin oportunidades ni futuro, a realizar un acto tan horrible?

“Mi hijo no solo murió por el bien de una causa, él murió también por sus primos y amigos. Murió por la gente que amaba”, respondió su padre. En una sola frase sintetiza la motivación que impulsó a Atran a escribir su último libro, Hablando con el enemigo (en inglés, Talking with the enemy, HarperCollins), que saldrá a la luz este noviembre en Estados Unidos, y que investiga los mecanismos que operan en la mente de un terrorista suicida.

Su trabajo va a contracorriente respecto a la tesis más convencional mantenida por las fuerzas antiterroristas y expertos gubernamentales desde los atentados de las Torres Gemelas. El terrorismo suicida que probablemente ha venido después no nace gracias a una estructura que recluta comandos y lava el cerebro a sus miembros para que se inmolen por una causa común. En cada caso no hay siniestros titiriteros en la trastienda que manejan los hilos de sus títeres sin cabeza para que cometan actos horribles. No hay una razón, ni un plan maestro, ni una mano en la sombra que señala un objetivo y ordena esta y otra masacre.

Juan Carlos Zárate, experto del Centro Internacional de Estudios Estratégicos, trabajó en el Consejo de Seguridad Nacional para asesorar al presidente Bush entre 2005 y 2009. Según relata a través de correo electrónico, el trabajo de Atran es “una investigación de primera. Nos muestra que la radicalización y violencia no pueden entenderse sin comprender primero el ambiente local, las condiciones y las experiencias que motivan a los terroristas. Erosiona algunos clichés rígidos y banales sobre la mentalidad monolítica, las motivaciones y el trasfondo de los terroristas”.

Como antropólogo, Atran ha realizado extensas entrevistas con terroristas que o bien estaban en prisión o en el pasado estuvieron involucrados en atentados o relacionados con líderes de diversas organizaciones en Palestina o en Asia que han proclamado la yihad –la guerra santa–, llevándola hasta las últimas consecuencias. “Los terroristas suicidas”, explica Atran en conversación telefónica, “dejan a un lado sus propias ambiciones personales en favor de la familia y sobre todo de sus amigos. Hay un proceso de formación de lazos duraderos entre ellos, hasta tal punto de que se sacrifican unos por otros, explotando un mecanismo psicológico en favor de una ideología, que es similar al mecanismo por el cual nosotros somos capaces de sacrificar nuestras vidas por nuestros hijos o hermanos, algo impreso en nuestros genes”.

En su obra, Atran describe una reunión que mantuvo en la Casa Blanca con los asesores de seguridad del entonces vicepresidente Dick Cheney y en la que expuso el caso de Nabeel. Preguntó a los norteamericanos qué habría ocurrido si a su compañero Salem, que le ayudó a perpetrar el ataque, se le hubiera ofrecido una beca para estudiar juntos en el extranjero. Evoca en sus páginas la voz autoritaria y orgullosa de una mujer joven del personal de seguridad de Cheney. “¿Es que esos chicos no se dan cuenta de que las decisiones que toman lo hacen bajo su responsabilidad, y que si utilizan la violencia contra nosotros, les bombardearemos?”. A lo que Atran respondió: “¿Bombardear? ¿A quién?”. Si los terroristas proceden de Marruecos, Madrid o Londres, reflexiona, “¿es allí donde habría que echar las bombas?”.

No hay rostros que señalar. La identidad personal no sirve de mucho. Es algo difuso. “Ese es el principal problema de la mayoría de las fuerzas de seguridad y de los Gobiernos”, explica este antropólogo. “La mayoría de los análisis no sirven de nada, ya que la gente solo se fija en el individuo que comete el acto criminal, lo que lleva a un callejón sin salida”. Estos análisis descartan a menudo las relaciones sociales del terrorista. “La persona que comete el acto es simplemente el resultado de un proceso aleatorio, de quien en particular está en el lugar y en el momento, y qué lugar ocupa en la red en ese tiempo”.

En este escenario, los futuros terroristas llegan a formar una familia. Esta red puede galvanizarse y obsesionarse con un objetivo. Una vez cumplido, sus integrantes mueren y la red se evapora. Recuerda en cierto sentido a nubes de langostas que comienzan con la agregación de varios individuos en solitario hasta formar un enjambre. En ellos se opera una metamorfosis y un cambio profundo de comportamiento. El enjambre causa un gran destrozo y luego se dispersa con el tiempo. Después de varios años de entrevistas en diversas partes del mundo, las conclusiones de Atran desafían la percepción occidental que tenemos sobre terrorismo. “No hay células, no hay lavados de cerebro, no hay organizaciones rígidas”.

Sus hallazgos han recibido elogios de pensadores como Noam Chomsky. “Su obra es un compendio excelente, y creo que muestra de una manera convincente que los terroristas mueren y matan por cada uno de ellos, de la misma manera que los soldados mueren típicamente en una batalla”, asegura Chomsky a El País Semanal en un correo electrónico. “Pero no creo que eso signifique que no luchen por una causa. Al Qaeda elige como objetivos España o Estados Unidos, no Japón o Brasil”. Para Chomsky, no se podrá entender “la mente de un terrorista” sin comprender las motivaciones que le llevan a cometer esos actos. La política es clave. “Los terroristas dirigen sus ataques a lo que ellos consideran la fuente de sus agravios”. Chomsky cita al presidente Eisenhower cuando, en 1958, preguntó a su personal por qué en aquellos momentos existía “una campaña de odio contra nosotros en el mundo árabe que no procedía de los Gobiernos, sino de entre la gente”. El Consejo de Seguridad Nacional elaboró un informe con la respuesta, explicando que había una percepción en el mundo árabe de que Estados Unidos estaba ayudando a regímenes totalitarios y opresores y que bloqueaba cualquier cambio democrático. La percepción que tenía la gente era “básicamente cierta”, concluía el informe, y las políticas, las correctas.

Chomsky detalla la encuesta que hizo el diario The Wall Street Journal después de los ataques de las Torres Gemelas en Nueva York dirigida a musulmanes con un alto poder adquisitivo, como directivos de multinacionales, banqueros, abogados que estaban en proyectos de globalización de Occidente. Los resultados fueron los mismos, señala, excepto que estos musulmanes acomodados añadieron a la lista de agravios “el apoyo norteamericano a los crímenes de Israel y las mortíferas sanciones a Irak, que Occidente ignoró, pero no el mundo árabe y musulmán”.

Los atentados de Madrid, describe Atran en su libro, son el resultado de un caldo de cultivo que empezó a cocinarse hace décadas. En los años ochenta, un pequeño número de inmigrantes procedentes de Siria llegaron a España huyendo de la represión del entonces presidente sirio, Hafez el Asad, contra la comunidad musulmana. A finales de los noventa, este mismo grupo estableció una red para atraer y radicalizar a jóvenes musulmanes para la guerra santa o yihad en Bosnia, Chechenia, Afganistán e Indonesia. Muchos de estos jóvenes eran inmigrantes de Marruecos. Finalmente, en 2002 cristalizó un grupo que posteriormente llevaría a cabo los atentados en los trenes.

Detallar la trama excede a este artículo, pero resulta revelador echar un vistazo a los orígenes de algunos de sus componentes. ¿Qué hacían antes de convertirse en terroristas y en suicidas? Serhane Fakhet, apodado El Tunecino y uno de los cerebros, se graduó en Economía Contable en Europa en el departamento de análisis económico de la Universidad Autónoma de Madrid gracias a una beca de estudios por la que vino a España en 1994. De familia acomodada, Fakhet quiso “promover las relaciones entre musulmanes y europeos”. Formó una asociación de estudiantes y una emisora de radio que no cuajaron. Posteriormente se radicalizó. Jamal Ahmidan, apodado El Chino, uno de los ejecutores de los atentados, operaba fundamentalmente en el mundo del crimen y del tráfico de drogas; Jamal Zougam vino de Marruecos cuando era un adolescente y posteriormente abrió una tienda de teléfonos móviles en la calle de Tribulete. La lista se va engrosando con más nombres, entre ellos el marroquí Rafa Zouheir, un antiguo portero de discoteca y bailarín de club que trapicheaba con droga en Madrid, y Rachid Aglif, apodado El Conejo, que trabajaba en una carnicería de Lavapiés.

“Eran un puñado de amigos, algunos más inteligentes, otros más estúpidos, que se acababan de conocer, que empezaron a figurarse la manera de hacer las cosas por sí mismos, que comenzaron a conectarse por Internet y que finalmente decidieron volar los trenes en Madrid”, explica Atran. Es un proceso que choca frontalmente con la idea intuitiva de un ataque calculado de antemano por una organización rígida con una mano ejecutora y un cerebro en la sombra. Para este experto, la circulación en Internet de un documento titulado Jihadi Irak, esperanzas y peligros, varios meses antes de la masacre, en el que llamaba a un ataque a España para forzar una retirada de las tropas en Irak, pudo actuar como catalizador, algo así como una piedra que discurre por la pendiente de una montaña va ganando fuerza con la gravedad. Las investigaciones posteriores encontraron este documento en uno de los ordenadores de los terroristas. “Tienes que fijarte en las redes sociales en las que estos tipos están involucrados. Son mucho más vastas que las personas en sí mismas”, continúa exponiendo Atran.

Pero ¿existen lazos en común dignos de rastrearse si se hurga en su pasado? “Cuando empecé a investigar el caso de Madrid”, recuerda este experto, “me quedé estupefacto al comprobar que cinco de los siete terroristas que se inmolaron en Leganés procedían del mismo barrio de Jamaa Mezuak, en Tetuán [al norte de Marruecos]. Ninguno de ellos tenía en principio una educación religiosa” (posteriormente, tres de ellos, los hermanos Rachid y Mohamed Oulad Akcha y Abdennabi Kounjaa, sí la adquirieron, y uno de ellos, Asri Rifaat Anouar, era un vendedor de caramelos nada religioso cuando se unió al grupo). La escuela primaria a la que acudieron impartía sus lecciones bajo los dibujos de Mickey Mouse, jugaban al fútbol en el patio del colegio o en el campo alrededor de la mezquita Dawa Tabligh –que empezó a promover la yihad o guerra santa– y seguramente veían la televisión en cafés donde uno puede encontrar una abundante variedad de almas errabundas que andan por ahí sin un objetivo. Si Atran tiene razón, ¿por qué esos cinco adolescentes decidieron matar y morir por sus amigos y por su fe de entre cientos de muchachos que no parecían en absoluto diferentes a ellos?

Quizá la única posibilidad de encontrar una respuesta sea convertirse en un observador del comportamiento humano. Como buen geólogo, hay que patear el terreno y desmenuzarlo entre los dedos. Al igual que los etnobotánicos que entablan conversaciones con los chamanes de las tribus amazónicas y terminan siendo aceptados como integrantes de esas comunidades, el antropólogo urbano debe poseer la habilidad para confundirse entre la gente, entablar conversaciones casuales, sentarse, observar y escuchar.

Atran visitó durante 2006, 2007 y 2008 dos zonas especialmente relevantes para documentarse. Una de ellas fue el barrio de Jamaa Mezuak, la cuna de algunos de los terroristas que volaron los trenes de Madrid, y la otra, el barrio ceutí del Príncipe Alonso, un arrabal que agrupa un conjunto de callejuelas y chabolas. La plaza del Padre Salvador Cervos tiene cafés donde se juntan aficionados del Madrid y del Barcelona, y los chavales suelen jugar al fútbol en ella vestidos con sus camisetas. Atran habló con ellos y realizó una pregunta informal. ¿Quiénes son tus héroes? ¿A quién te quieres parecer cuando seas mayor? El número uno resultó ser el jugador Ronaldinho. El número tres era Bin Laden. Y entre ambos, el personaje de Terminator, encarnado por Arnold Schwarzenneger.

Atran volvió a mediados de noviembre de 2008 al barrio de Jamaa Mezuak para continuar el estudio haciendo las mismas preguntas. “Fue el año de la elección de Obama, y obtuve los mismos nombres, excepto que Bin Laden había sido desplazado por Obama en el puesto número tres”, nos dice. “Y es fascinante. La noción que tienen estos chicos sobre los héroes y la línea que siguen es algo muy cambiante, y en esa edad uno puede decantarse por uno o por otro. Se trata de un proceso aleatorio. Depende de con quién se encuentren en un momento determinado”. Uno de los mensajes yihadistas que pueden atrapar a esos muchachos es: “Olvídate de la tradición. Olvida lo que han dicho los mayores. Decide por ti mismo. Cambia el mundo. Cualquiera puede unirse”.

Y eso puede estar ocurriendo ahora mismo. En cafés como los del barrio Príncipe Alonso o en Jamaa Mezuak, las noticias que pueden verse en el televisor están estructuradas de una forma radicalmente distinta a los telediarios de sobremesa en Occidente. La cadena Al Jazeera no tuvo impedimentos en mostrar toda la crudeza de una guerra como la de Irak, donde los cuerpos ensangrentados y amputados, las mujeres llorando, los hombres clamando venganza, copan casi todo el tiempo informativo.

Los muchachos de Jamaa Mezuak contemplaron una realidad completamente distinta de la de los adolescentes americanos. “Viven en universos paralelos. En cadenas como la Fox o la CNN, la guerra es como un videojuego. Ni siquiera hablan de ataúdes, los llaman cajas de transferencia, es ridículo”, afirma Atran. Los periodistas de Al Jazeera son muy profesionales, continúa relatando Atran, aunque el enfoque que proporcionan tiene su sesgo, como las emisiones americanas. “La gente se sienta en estos cafés, fuman cigarrillos de hachís o juegan al parchís, y ocasionalmente ven estas imágenes de Al Jazeera [en los momentos más intensos de la guerra, Irak ocupaba el 95% del tiempo de las noticias]. Y los chavales no pueden sentir empatía hacia lo que están viendo. Algunos de estos chicos, vestidos con camisetas de su equipo español favorito, que no saben qué hacer con sus vidas, se detienen a pensar y concluyen: quizá nosotros podamos hacer algo”. Es posible que formen parte de un enjambre de terroristas en el futuro. O quizá no.

La mayoría viven en barrios marginales, lo que ha alimentado el tópico de que la pobreza y la desigualdad se convierten en fábricas de terroristas suicidas. Sin embargo, estudios publicados en revistas de prestigio afirman insistentemente lo contrario: los pobres no alientan en absoluto la violencia, y mucho menos el terrorismo suicida. Hay muchos ejemplos de este tipo de investigaciones. Por ejemplo, una encuesta del Centro Palestino de Política e Investigación Sociológica en Palestina, realizada entre 1.357 adultos en Gaza, mostró en 2001 que el apoyo a los actos suicidas contra Israel era mayor entre el gremio profesional –mejor remunerado– que en los trabajadores.

El psiquiatra y forense Marc Sageman, ex oficial de la CIA y actualmente en el Instituto de Investigación en Política Exterior en Filadelfia (EE UU), realizó varios estudios en los que encontró que el 71% de los terroristas musulmanes, de un grupo de 132, había recibido educación universitaria. Y uno de los trabajos más recientes, llevado a cabo por Mark Tessler and Michael D. H. Robbins, Universidad de Michigan en Ann Arbor (Estados Unidos), y publicado en Journal of Conflict Resolution en 2007, examinó las actitudes de diversas capas socioeconómicas de países tan distintos como Argel y Jordania frente a los actos terroristas suicidas, a lo largo de encuestas cuidadosamente elaboradas durante 2002 entre 2.282 mujeres y hombres de ambos países. ¿Veían con buenos ojos los ataques terroristas contra los norteamericanos? La conclusión, según los autores del estudio, es que las orientaciones culturales y religiosas tienen “una influencia pequeña en las actitudes individuales” de aquellos que ven con buenos ojos actos suicidas contra el gigante americano. “El apoyo al terrorismo contra EE UU no es más probable en personas con un bajo nivel económico en Jordania ni Argel, pero hay evidencias de que ese apoyo es mayor en hombres y mujeres con una situación económica más ventajosa”. Las consideraciones políticas, en cambio, son otra cosa. “Los hombres y mujeres con menos confianza en las instituciones políticas locales y que desaprueban la política exterior americana expresan más su apoyo a los actos de terrorismo contra EE UU”.

Más pinceladas sorprendentes. El fervor religioso funciona como un antídoto para convertirse en un suicida. Jeremy Ginges, de la Escuela de Investigación Social de la Universidad de Nueva York, destacó en la revista Psychological Science que el tiempo de oración no estaba relacionado en absoluto con el apoyo al terrorismo suicida. Sin embargo, el hecho de acudir regularmente a la mezquita sí puede ser un factor de riesgo, probablemente los contactos se pueden realizar allí, un efecto que se constató en otros grupos religiosos.

Por último, los estudios psiquiátricos descartan que los terroristas suicidas pertenezcan al sector de la población ordinaria que por cualquier motivo se quita la vida. Por contradictorio que parezca, las enfermedades mentales no explican por qué un suicida decide inmolarse entre el gentío de un mercado: un terrorista suicida no es un suicida.

En la búsqueda de una respuesta, Atran viajó a uno de los lugares más peligrosos del mundo. Poso es un pueblo pequeño en la provincia de Célebes central, en Indonesia, que probablemente contiene más grupos islamistas violentos que ninguna otra parte de la Tierra. El paisaje urbano está compuesto por jóvenes que llevan los Kaláshnikov colgados de los hombros y machetes –los padang– en la cintura. Las refriegas entre las milicias de cristianos y musulmanes en esta parte del mundo dejan continuos baños de sangre en forma de decapitaciones, ataques suicidas y bombas.

El guía y guardaespaldas de Atran, Farhin, luchó contra los comunistas en Afganistán y más tarde se adhirió a la causa de la yihad. Hospedó a Khalid Sheikh, uno de los futuros terroristas que más tarde participarían en los atentados de las Torres Gemelas, y participó en el atentado contra la residencia del embajador de Filipinas en Yakarta en el que murieron dos indonesios. Atran visitó con él uno de los campos de entrenamiento, cercano a una zona donde viven habitantes procedentes de Bali. En esos momentos se celebraba una boda; a Farhin le desagradó el aspecto de las mujeres, y llegó a confesar que si dispusiera de una bomba en ese momento, la usaría sin contemplaciones. “¿Me matarías en nombre de la yihad?”, le preguntó Atran. “Sin problemas”, respondió Farhin, riéndose al principio. Y luego repitió con una mirada más seria: “Sí, te mataría”. Atran revela que había llegado a un punto sin retorno en el que no podía profundizar más. “Había algo en Farhin que era inconmensurablemente diferente de mí… mientras que casi todo lo demás no lo era”.

Decidió entrevistar a varios yihadistas. Una de las cuestiones versaba sobre si abandonarían las bombas por convertirse en peregrinos a la Meca, a lo que la mayoría respondieron afirmativamente. Incluso no perpetrarían ataques suicidas si pudieran conseguir los mismos resultados con un coche bomba. La lógica se rompió cuando Atran les preguntó si dejarían de inmolarse a cambio de peregrinar a la Meca una vez en toda su vida. La mayoría respondió negativamente. Convertirse en mártir resultaba en ellos algo tan poderoso que borraba todo lo demás.

“Cuando les proporcioné el cuestionario, empezaron a hablar entre ellos. Les dije: ‘No, no, no, cada uno tiene que rellenarlo por separado’. Y respondieron como si fueran estudiantes universitarios. Me preguntaron: ‘¿Podemos discutir esto con nuestros jefes religiosos?’. Y me negué. Y una de las preguntas que les hice fue: si un niño nace como judío sionista y se cría en un entorno acompañado de muyahidines, ¿se convertirá en un buen muyahidin o en un judío sionista?”. La mayoría respondieron que el muchacho se criaría como un buen musulmán. Pero unos pocos afirmaron que no. Esta fue una de las partes más peligrosas cuando se enteraron que yo era judío”.

Después de hablar cara a cara con ellos, Atran concluye en su obra que el conocimiento, no las armas ni las bombas, podría resultar más efectivo a la larga para desactivar las futuras redes yihadistas en las que los muchachos de las siguientes generaciones podrían entrar a formar parte: hay que desacreditar a sus héroes, mostrando los asesinatos y el infierno que traen a su propia gente, y proporcionándoles otros que colmen sus esperanzas y no las nuestras. Y no ayudarles a que se anuncien ni televisar nuestra respuesta a sus actos. “La publicidad es el oxígeno del terrorismo”.

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